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Lo que enseñamos

Las Santas Escrituras

Enseñamos que la Biblia es la revelación escrita de Dios para el hombre y, por lo tanto, los sesenta y seis libros del Antiguo y Nuevo Testamento, dados por inspiración del Espíritu Santo, constituyen la Palabra de Dios. Es decir, enseñamos la inspiración verbal plenaria de las Escrituras, que cada palabra es igualmente inspirada por Dios en todas sus partes (1 Corintios 2:7–14; 2 Timoteo 3:16; 2 Pedro 1:20–21).

Enseñamos que la Palabra de Dios es una revelación objetiva y prop- osicional (1 Tesalonicenses 2:13; 1 Corintios 2:13), infalible (Juan 10:35) y absolutamente inerrante en los documentos originales, estando libre de toda falsedad, fraude o engaño (Salmo 12:6; 119:160; Proverbios 30:5).

Enseñamos que la Biblia constituye la única regla infalible de fe y prác- tica y es verdadera y confiable en todos los asuntos que aborda (Mateo 5:18; 24:35; Juan 10:35; 16:12–13; 17:17; 1 Corintios 2:13; 2 Timoteo 3:15–17; Hebreos 4:12; 2 Pedro 1:20–21).

Enseñamos que Dios habló en su Palabra escrita mediante un proceso de autoría dual. El Espíritu Santo supervisó de tal manera a los autores humanos que, a través de sus personalidades individuales y diferentes estilos de escritura, compusieron y registraron la Palabra de Dios para el hombre (2 Pedro 1:20–21) sin error alguno, ya sea en el todo o en parte (Mateo 5:18; 2 Timoteo 3:16).

Enseñamos la interpretación literal, gramatical e histórica de las Escrituras, la cual afirma que, si bien puede haber varias aplicaciones de cualquier pasaje de las Escrituras, solo hay una verdadera interpretación. El significado de las Escrituras se encuentra cuando uno aplica diligente y consistentemente este método interpretativo con la ayuda de la ilumi- nación del Espíritu Santo (Juan 7:17; 16:12–15; 1 Corintios 2:7–15; 1 Juan 2:20). Es responsabilidad de los creyentes discernir cuidadosamente la verdade- ra intención y significado de las Escrituras, reconociendo que la aplicación correcta es obligatoria para todas las generaciones. Sin embargo, la verdad de las Escrituras juzga a los hombres; nunca los hombres juzgan a las Escrituras.

Enseñamos que la interpretación literal, gramatical e histórica deriva en afirmar que Dios creó el mundo en seis días literales de veinticuatro horas (Génesis 1:1–2:3; Éxodo 20:11; 31:17), que creó especialmente al hombre y a la mujer (Génesis 1:26–28; 2:5–25) y que definió el matrimonio como un pacto de por vida entre un hombre y una mujer (Génesis 2:24; Mateo 19:5; cf. Malaquías 2:14). Las Escrituras dictan que cualquier actividad sexual fuera del matrimonio es una abominación ante el Señor (Éxodo 20:14; Levítico 18:1–30; Mateo 5:27–32; 19:1–9; 1 Corintios 5:1–5; 6:9– 10; 1 Tesalonicenses 4:1–7).

Dios

Enseñamos que hay un solo Dios vivo y verdadero (Deuteronomio 6:4; Isaías 45:5–7; 1 Corintios 8:4), un Espíritu eterno (Apocalipsis 1:8), infinito (Job 11:7–10), absoluto (Juan 4:24), sin partes (Éxodo 3:14; 1 Juan 1:5; 4:8), perfecto en todos sus atributos, incluyendo incomprensibilidad (Romanos 11:33), omnisciencia (1 Juan 3:20), omnipotencia (Génesis 18:14), omnipres- encia (Salmo 139:7–10), inmutabilidad (Malaquías 3:6) y aseidad (Éxodo 3:14; Juan 5:26).

Enseñamos que este Dios es uno en esencia (teniendo una mente, una voluntad y un poder), existiendo eternamente en tres Personas coiguales y consustanciales: Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mateo 28:19; 2 Corintios 13:14), ninguno fue creado y cada uno es distinto entre sí. También, cada uno es igualmente merecedor de adoración y obediencia. Por lo tanto, enseñamos que el Padre no proviene de nadie, ni es engendrado ni proce- dente (Juan 5:26); el Hijo es eternamente engendrado del Padre (Juan 1:14; 1:18; 3:16; 5:26; cf. Salmo 2:7); y el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo (Juan 15:26).

Dios el Padre

Enseñamos que Dios el Padre, la primera Persona de la Trinidad, ordena y dispone todas las cosas según su propio propósito y gracia (Salmo 145:8–9; 1 Corintios 8:6). Él es el Creador de todas las cosas (Génesis 1:1–31; Efesios 3:9). Es soberano en la creación, providencia y redención (Salmo 103:19; Romanos 11:36). Su paternidad involucra tanto su designación dentro de la Trinidad como su relación con la humanidad. Como Creador, es Padre de todos los hombres (Efesios 4:6), pero es Padre espiritual solo de los creyentes (Romanos 8:14; 2 Corintios 6:18).

Él ha decretado para su propia gloria todas las cosas que han de suced- er (Efesios 1:11). Él continuamente sostiene, dirige y gobierna a todas las criaturas y eventos (1 Crónicas 29:11). En su soberanía, Él no es el autor y tampoco aprueba el pecado (Habacuc 1:13; Juan 8:38–47), ni tampoco restringe la responsabilidad de las criaturas morales e inteligentes (1 Pedro 1:17). Por gracia, Él ha escogido desde la eternidad pasada a aquellos a quienes salvaría para ser su propio pueblo (Efesios 1:4–6); Él salva del pecado a todos los que vienen a Él a través de la fe en Jesucristo; Él adopta como suyos a todos los que vienen a Él y, por lo tanto, se convierte en Padre para ellos (Juan 1:12; Romanos 8:15; Gálatas 4:5; Hebreos 12:5–9).

Dios el Hijo

Enseñamos que Jesucristo, la segunda Persona de la Trinidad, es Dios eterno, coigual, consustancial y coeterno con el Padre, poseyendo todas las perfecciones divinas (Juan 1:1; 10:30; 14:9).

Enseñamos que toda la creación llegó a existir a través del Hijo eterno (Juan 1:3; 1 Corintios 8:6; Colosenses 1:16; Hebreos 1:2) y es sostenida actualmente por Él (Colosenses 1:17; Hebreos 1:3).

Enseñamos que, en la encarnación, el Hijo eterno, la segunda Persona de la Trinidad, sin alterar su naturaleza divina ni renunciar a ninguno de los atributos divinos, se hizo a sí mismo de ninguna reputación tomando una completa naturaleza humana consustancial con la nuestra, pero sin pecado (Filipenses 2:5–8; Hebreos 4:15; 7:26).

Enseñamos que fue concebido por el Espíritu Santo en el vientre de la virgen María (Lucas 1:35) y, por lo tanto, nació de una mujer (Gálatas 4:4–5), de modo que dos naturalezas enteras, perfectas y distintas, la divina y la humana, se unieron en una persona, sin confusión, cambio, división ni separación. Él es, por lo tanto, verdadero Dios y verdadero hombre, pero un solo Cristo, el único mediador entre Dios y el hombre.

Enseñamos que, en su encarnación, Cristo poseyó plenamente su naturaleza divina, atributos y prerrogativas (Colosenses 2:9; cf. Lucas 5:18– 26; Juan 16:30; 20:28). Sin embargo, en el estado de su humillación, no siempre expresó plenamente las glorias de su majestad, ocultándolas detrás del velo de su humanidad genuina (Mateo 17:2; Marcos 13:32; Filipenses 2:5–8). Según su naturaleza humana, actúa en sumisión al Padre (Juan 4:34; 5:19, 30; 6:38) por el poder del Espíritu Santo (Isaías 42:1; Mateo 12:28; Lucas 4:1, 14), mientras que, según su naturaleza divina, actúa por su autoridad y poder como el Hijo eterno (Juan 1:14; cf. 2:11; 10:37–38; 14:10–11).

Enseñamos que nuestro Señor Jesucristo logró la redención de su pueblo mediante el derramamiento de su sangre y muerte sacrificial en la cruz. Enseñamos que su muerte fue voluntaria, vicaria, sustitutoria, propiciatoria y redentora (Isaías 53:3–6; Juan 10:15, 18; Romanos 3:24–25; 5:8; 1 Pedro 2:24).

Enseñamos que, con base en la eficacia de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, el pecador que cree en Él es liberado del castigo, la pena, el poder y, un día, la misma presencia del pecado; y que es declarado justo, recibe vida eterna y es adoptado en la familia de Dios (Romanos 3:25; 5:8–9; 2 Corintios 5:14–15; 1 Pedro 2:24; 3:18).

Enseñamos que nuestra justificación está asegurada por causa de su resurrección literal y física de entre los muertos y que ahora ha ascendido a la diestra del Padre, donde intercede como nuestro Abogado y Sumo Sacerdote (Mateo 28:6; Lucas 24:38–39; Hechos 2:30–31; Romanos 8:34; 1 Corintios 15:12–23; Hebreos 7:25; 9:24; 1 Juan 2:1).

Enseñamos que, en la resurrección de Jesucristo de la tumba, Dios confirmó la deidad de su Hijo y dio prueba de que Dios ha aceptado la obra expiatoria de Cristo en la cruz. La resurrección corporal de Jesús es también la garantía de una futura vida de resurrección para todos los creyentes (Juan 5:26–29; 14:19; Romanos 1:4; 4:25; 6:5–10; 1 Corintios 15:20, 23).

Enseñamos que Jesucristo regresará para recibir a la Iglesia, que es su Cuerpo, para sí mismo en el rapto y, regresando con su Iglesia en gloria, establecerá su reino milenial en la tierra (Hechos 1:9–11; 1 Tesalonicenses 4:13–18; Apocalipsis 20).

Enseñamos que el Señor Jesucristo es Aquel por medio del cual Dios juzgará a toda la humanidad (Juan 5:22–23): creyentes (1 Corintios 3:10–15; 2 Corintios 5:10); habitantes vivos de la tierra en su gloriosa venida (Mateo 25:31–46); y los muertos incrédulos en el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11–15).

Jesucristo, como el mediador entre Dios y el hombre (1 Timoteo 2:5), cabeza de su cuerpo, la Iglesia (Efesios 1:22; 5:23; Colosenses 1:18), y el rey universal venidero, que reinará en el trono de David (Isaías 9:6; Lucas 1:31– 33), Él es el juez final de todos los que no ponen su confianza en Él como Señor y Salvador (Mateo 25:14–46; Hechos 17:30–31).

Dios el Espíritu Santo

Enseñamos que el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Trinidad, es Dios eterno, coigual, consustancial y coeterno con el Padre y el Hijo (Mateo 28:19; Hechos 5:3–4; 1 Corintios 12:4–6; 2 Corintios 13:14), poseyendo todas las perfecciones divinas, incluyendo eternidad (Hebreos 9:14), omnipres- encia (Salmo 139:7–10), omnisciencia (Isaías 40:13–14), omnipotencia (Romanos 15:13) y verdad (Juan 16:13).

Enseñamos que el Espíritu Santo no es meramente una fuerza o un poder, sino una persona divina distinta que piensa (1 Corintios 2:10–13), ejerce voluntad (1 Corintios 12:11), habla (Hechos 28:25–26) y puede ser entristecida (Efesios 4:30).

Enseñamos que la obra del Espíritu Santo es ejecutar la voluntad divina en relación con toda la humanidad. Reconocemos su actividad soberana en la creación (Génesis 1:2), la encarnación (Mateo 1:18), la revelación escrita (2 Pedro 1:20–21) y la obra de salvación (Juan 3:5–7).

Enseñamos que la obra del Espíritu Santo en esta era comenzó en Pentecostés (Hechos 1:5; 2:4), cuando fue enviado por el Padre y el Hijo, así como Cristo lo prometió (Juan 14:16–17; 15:26) para iniciar y completar la edificación del cuerpo de Cristo (Efesios 2:22), que es la Iglesia (Efesios 1:21–22). El Espíritu Santo convence al mundo de pecado y justicia y juicio (Juan 16:8–11), glorifica al Señor Jesucristo (Juan 16:14) y transforma a los creyentes a la imagen de Cristo (Romanos 8:29; 2 Corintios 3:18).

Enseñamos que el Espíritu Santo es el agente sobrenatural y soberano en la regeneración (Tito 3:5), bautizando a todos los creyentes en el cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:13). El Espíritu Santo también mora en los creyentes (Romanos 8:9), los santifica (2 Corintios 3:18), los instruye (1 Juan 2:20, 27), los capacita para el servicio (1 Corintios 12:4, 9) y los sella hasta el día de la redención (2 Corintios 1:22; Efesios 1:13; 4:30).

Enseñamos que el Espíritu Santo es el maestro divino, que guió a los apóstoles y profetas a toda la verdad mientras escribían la revelación especial de Dios, la Biblia (Juan 14:26; 16:13; cf. 2 Pedro 1:19–21). Todo creyente posee la presencia del Espíritu Santo desde el momento de la salvación (Romanos 8:9), y es el deber de todos aquellos nacidos del Espíritu ser llenos (controlados por) el Espíritu (Efesios 5:18).

Enseñamos que el Espíritu Santo da dones espirituales a la Iglesia para su edificación (Hechos 1:8; 1 Corintios 12:4–11; 1 Corintios 14:26). El Espíritu Santo no se glorifica a sí mismo ni a sus dones mediante exhibiciones ostentosas (1 Corintios 14:33), sino que glorifica a Cristo (Juan 16:13–14) al aplicar su obra de redención a su pueblo en la regeneración y santificación (2 Corintios 3:18; Tito 3:5).

Enseñamos, en este sentido, que Dios el Espíritu Santo es soberano en la concesión de todos sus dones para el perfeccionamiento de los santos hoy (1 Corintios 12:4–11; Efesios 4:7–12), y que hablar en lenguas y el obrar milagros, como en los primeros días de la Iglesia, ha cesado (1 Corintios 13:8–10; Efesios 2:20), habiendo cumplido su propósito de identificar y autentificar a los apóstoles como reveladores de la verdad divina (2 Corintios 12:12; Hebreos 2:1–4). Los dones milagrosos nunca fueron destinados a ser característicos de las vidas de los creyentes (p. ej. 1 Timoteo 5:23).

El Hombre

Enseñamos que el hombre fue creado directa e inmediatamente por Dios (Génesis 2:7) a su imagen y semejanza (Génesis 1:26–28; 5:1; Santiago 3:9), libre de pecado (Génesis 1:31) y dotado con una naturaleza racional, inteligencia, voluntad y responsabilidad moral ante Dios (Génesis 2:15–25).

Enseñamos que la humanidad fue creada por Dios como hombre o mujer, sexos distintos que se definen biológicamente y se imparten divina- mente a cada individuo en la concepción (Génesis 1:27; 2:5–23; Job 3:3; Salmo 139:13–14; 1 Corintios 11:3–15). Intentar confundir los dos sexos es una abominación para Dios (Levítico 18:22; Deuteronomio 22:5; Romanos 1:26–27; 1 Corintios 6:9–10).

Enseñamos que la intención de Dios en la creación del hombre era que el hombre glorificara a Dios, disfrutara de la comunión con Dios, viviera su vida de acuerdo con la voluntad de Dios y, de este modo, cumpliera el propósito de Dios para el hombre en el mundo (Isaías 43:7; 1 Corintios 10:31; Colosenses 1:16; Apocalipsis 4:11).

Enseñamos que, en el pecado de Adán de desobedecer la voluntad y Palabra reveladas por Dios, el hombre perdió su inocencia, incurrió en la pena de muerte espiritual y física, se hizo sujeto a la ira de Dios y se volvió inherentemente corrupto e incapaz de elegir o hacer lo que es aceptable para Dios sin la gracia divina. Sin poder alguno que le permita restaurarse a sí mismo, el hombre está irremediablemente perdido. Por lo tanto, la salvación del hombre es completamente por la gracia de Dios a través de la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo (Génesis 2:16–17; 3:1–19; Juan 3:36; Romanos 3:23; 6:23; 1 Corintios 2:14; Efesios 2:1–3; 1 Timoteo 2:13–14; 1 Juan 1:8).

Enseñamos que, debido a que todos los hombres estaban en Adán— unidos con él como representante de la humanidad—la culpa del pecado fue imputada y una naturaleza corrupta fue transmitida a todos los hombres de todas las épocas, siendo Jesucristo la única excepción (Romanos 5:12, 18–19; 8:3; 1 Corintios 15:22; 2 Corintios 5:21). Por lo tanto, todos los hombres son pecadores por naturaleza, por elección y por declaración divina (Salmo 14:1–3; Jeremías 17:9; Romanos 3:9–18, 23; 5:10–12).

La Salvación
Enseñamos que la salvación es totalmente de Dios, por su gracia y sobre la base de la redención de Jesucristo—los méritos de su vida perfectamente justa y de su sangre expiatoria—y no sobre la base de méritos u obras humanas (Juan 1:12; Romanos 5:18–19; Efesios 1:7; 2:8–10; 1 Pedro 1:18–19).

Elección

Enseñamos que la elección es el acto soberano de Dios por el cual, antes de la fundación del mundo, Él escogió incondicionalmente en Cristo a todos aquellos a quienes Él regeneraría, salvaría y santificaría (Romanos 8:28–30; 9:11–16; Efesios 1:4–11; 2 Tesalonicenses 2:13; 2 Timoteo 2:10; 1 Pedro 1:1–2).

Enseñamos que la elección soberana no contradice ni niega la responsabilidad del hombre de arrepentirse y confiar en Cristo como Salvador y Señor (Ezequiel 18:23, 32; 33:11; Juan 3:18–19, 36; 5:40; Romanos 9:19–23; 2 Tesalonicenses 2:10–12; Apocalipsis 22:17). Sin embargo, dado que la gracia soberana incluye los medios para recibir el don de la salvación, así como el don en sí, la elección soberana resultará en lo que Dios determina. Todos aquellos a quienes el Padre ha elegido, Él los llamará eficazmente a sí mismo. Todos aquellos a quienes el Padre llama eficazmente a sí vendrán en fe. Y todos los que vienen en fe, el Padre los recibirá (Juan 6:37–40, 44; Hechos 13:48; Romanos 8:30).

Enseñamos que la elección de pecadores totalmente depravados por parte de Dios es incondicional, basada solo en la libertad soberana de la propia voluntad de Dios. La elección es una expresión del favor inmereci- do de Dios y no está relacionada con ninguna iniciativa por parte del pecador. No se basa en la anticipación de Dios de lo que los pecadores podrían hacer por su propia voluntad, ni siquiera en respuesta a su fe prevista. Más bien, la elección es únicamente por su gracia y misericordia soberanas (Romanos 9:11, 16; Efesios 1:4–7; Tito 3:4–7; 1 Pedro 1:2).

Enseñamos que la elección no debe ser vista como una mera sober- anía abstracta. Dios es verdaderamente soberano, pero Él ejerce esta soberanía en armonía con sus otros atributos, especialmente su omni- sciencia, justicia, santidad, sabiduría, gracia y amor (Romanos 9:11–16). Esta soberanía siempre exaltará la voluntad de Dios de manera totalmente consistente con su carácter como se revela en la vida de nuestro Señor Jesucristo (Mateo 11:25–28; 2 Timoteo 1:9).

Expiación

Enseñamos que el Señor Jesús, por su perfecta obediencia y su propio sacrificio, el cual ofreció a Dios por el Espíritu eterno (Hebreos 9:14; 10:14), ha satisfecho plenamente la justicia de Dios (Hebreos 2:17; 1 Juan 4:10), ha propiciado la ira de Dios (Romanos 3:25–26; cf. 1:18), ha conseguido la reconciliación (Romanos 5:10) y ha comprado una herencia eterna en el reino de los cielos (Hebreos 9:15), para todos aquellos que el Padre le ha dado (Juan 6:39; 10:14–15, 28–29; 17:2, 9, 24).

Regeneración

Enseñamos que la regeneración es una obra sobrenatural del Espíritu Santo por la cual se otorgan una naturaleza renovada y vida espiritual (Juan 3:3–7; 2 Corintios 5:17; Tito 3:5). Es instantánea y se lleva a cabo únicamente por el poder del Espíritu Santo mediante la instrumentalidad de la Palabra de Dios (Juan 5:24; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23). Como resultado de esta iluminación divina (2 Corintios 4:6), el pecador arrepentido, así capacitado por el Espíritu Santo, responde con fe en Cristo (1 Juan 5:1).

Justificación

Enseñamos que la justificación ante Dios es el acto de Dios (Romanos 8:33) en el cual Él declara justos a aquellos que, por su gracia irresistible, se arrepienten de sus pecados (Lucas 13:3; Hechos 2:38; 3:19; 11:18; Romanos 2:4; 2 Corintios 7:10; cf. Isaías 55:6–7), se vuelven a Cristo en fe (Hechos 16:31; 20:21; Romanos 1:16; 3:22, 26; Gálatas 3:22) y lo confiesan como Señor soberano (Romanos 10:9–10; 1 Corintios 12:3; 2 Corintios 4:5; Filipenses 2:11).

Enseñamos que la justicia de la justificación no se infunde en el creyente, ni se alcanza por ninguna virtud u obra del hombre (Romanos 3:20; 4:4–6), sino que es la declaración legal de una posición justa ante Dios (Deuteronomio 25:1; Romanos 8:1, 33–34). Enseñamos que la justificación consiste en la imputación de nuestros pecados a Cristo (Colosenses 2:14; 1 Pedro 2:24) y la imputación de la justicia de Cristo a nosotros (1 Corintios 1:30; 2 Corintios 5:21; cf. Romanos 5:18–19), únicamente mediante la fe, aparte de las obras (Romanos 3:28; 4:4–5; 5:1; Gálatas 2:16; 3:11, 24). De esta manera, Dios es justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Romanos 3:26).

Santificación

Enseñamos que todo creyente es santificado (apartado) para Dios en la conversión, declarado santo y, por lo tanto, identificado como santo. Esta santificación es posicional e instantánea y no debe confundirse con la santificación progresiva. Esta santificación tiene que ver con la posición del creyente, no con su caminar o condición actual (Hechos 20:32; 1 Corintios 1:2, 30; 6:11; 2 Tesalonicenses 2:13; Hebreos 2:11; 3:1; 10:10, 14; 13:12; 1 Pedro 1:2).

Enseñamos que también hay, por obra del Espíritu Santo, una santificación progresiva mediante la cual el estado del creyente se lleva a una mayor conformidad con la posición que ya disfruta a través de la justificación. Mediante la obediencia a la Palabra de Dios y el poder del Espíritu Santo, el creyente puede vivir una vida de creciente santidad en conformidad con la voluntad de Dios, volviéndose cada vez más semejante a nues- tro Señor Jesucristo (Juan 17:17, 19; Romanos 6:1–22; 8:29; 2 Corintios 3:18; 1 Tesalonicenses 4:3–4; 5:23).

En este sentido, enseñamos que toda persona salva está involucrada en un conflicto diario: la nueva creación en Cristo luchando contra la carne, pero se tiene una provisión adecuada para la victoria mediante el poder del Espíritu Santo que mora en el creyente. La lucha, sin embargo, permanece con el creyente durante toda esta vida terrenal y no termina completamente hasta que vea a Cristo cara a cara. Todas las afirmaciones sobre la erradicación del pecado en esta vida no son bíblicas. La erradicación del pecado no es posible, pero el Espíritu Santo proporciona victoria sobre el pecado (Gálatas 5:16–25; Efesios 4:22–24; Filipenses 3:12; Colosenses 3:9– 10; 1 Pedro 1:14–16; 1 Juan 3:2–9).

Seguridad

Enseñamos que todos los redimidos, una vez salvos, son guardados por el poder de Dios y, por lo tanto, están seguros en Cristo para siempre (Juan 5:24; 6:37–40; 10:27–30; Romanos 5:9–10; 8:1, 31–39; 1 Corintios 1:4–8; Efesios 4:30; Hebreos 7:25; 13:5; 1 Pedro 1:5; Judas 24). Aquellos que una vez profesaron fe y posteriormente niegan al Señor demuestran, al apartarse de nosotros, que nunca fueron verdaderamente salvos (1 Juan 2:19).

Enseñamos que es privilegio de los creyentes regocijarse en la seguridad de su salvación a través del testimonio de la Palabra de Dios, la cual, al mismo tiempo prohíbe claramente el uso de la libertad cristiana como ocasión para vivir en pecado y carnalidad (Romanos 6:15–22; 13:13–14; Gálatas 5:13, 25–26; Tito 2:11–14).

La salvación genuina se manifiesta por frutos dignos de arrepentimiento, como se demuestra en actitudes y conductas justas. Las buenas obras son la evidencia y fruto apropiados de la regeneración (1 Corintios 6:19–20; Efesios 2:10) y se experimentarán en la medida en que el creyente se someta al control del Espíritu Santo en su vida mediante la obediencia fiel a la Palabra de Dios (Efesios 5:17–21; Filipenses 2:12b; Colosenses 3:16; 2 Pedro 1:4–10). Esta obediencia hace que el creyente se conforme cada vez más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 3:18). Tal conformidad culmina en la glorificación del creyente en la venida de Cristo (Romanos 8:17; 2 Pedro 1:4; 1 Juan 3:2–3).

Separación

Enseñamos que la separación del pecado se exige claramente a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento, y que las Escrituras indican clara- mente que en los últimos días aumentarán la apostasía y la mundanalidad (2 Corintios 6:14–7:1; 2 Timoteo 3:1–5).

Enseñamos que, a raíz de una profunda gratitud por la gracia inmere- cida de Dios que nos ha sido otorgada, y dado que nuestro glorioso Dios es tan digno de nuestra total consagración, todos los salvos deben vivir de manera tal que demuestren su amor reverente a Dios, y de esta manera no traer reproche sobre nuestro Señor y Salvador. También enseñamos que la separación de toda apostasía religiosa, prácticas mundanas y pecaminosas es un mandato de Dios (Romanos 12:1–2, 1 Corintios 5:9–13; 2 Corintios 6:14–7:1; 1 Juan 2:15–17; 2 Juan 9–11).

Enseñamos que los creyentes deben estar separados para nuestro Señor Jesucristo (2 Tesalonicenses 1:11–12; Hebreos 12:1–2) y afirmamos que la vida cristiana es una vida de obediencia justa que refleja la enseñan- za de las bienaventuranzas (Mateo 5:2–12) y una búsqueda continua de la santidad (Romanos 12:1–2; 2 Corintios 7:1; Hebreos 12:14; Tito 2:11–14; 1 Juan 3:1–10).

La Iglesia

Enseñamos que todos los que ponen su fe en Jesucristo son inmedia- tamente colocados por el Espíritu Santo en un solo cuerpo espiritual unido, la Iglesia (1 Corintios 12:12–13), la novia de Cristo (2 Corintios 11:2; Efesios 5:23–32; Apocalipsis 19:7–8), de la cual Cristo es la Cabeza (Efesios 1:22; 4:15; Colosenses 1:18).

Enseñamos que la formación de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, comenzó el día de Pentecostés (Hechos 2:1–21, 38–47) y se completará en la venida de Cristo por los suyos en el rapto (1 Corintios 15:51–52; 1 Tesalonicenses 4:13–18).

Enseñamos que la Iglesia es un organismo espiritual único diseñado por Cristo, compuesto por todas las personas regeneradas (es decir, creyentes) en la época presente (Efesios 2:11–3:6). La Iglesia es distinta de Israel (1 Corintios 10:32), un misterio no revelado hasta esta época (Efesios 3:1–6; 5:32).

Enseñamos que el establecimiento y la continuidad de las iglesias locales está claramente enseñado y definido en las Escrituras del Nuevo Testamento (Hechos 14:23, 27; 20:17, 28; Gálatas 1:2; Filipenses 1:1; 1 Tesalonicenses 1:1; 2 Tesalonicenses 1:1) y que los miembros del cuerpo espiritual universal son dirigidos a reunirse en congregaciones locales (1 Corintios 11:18–20; Hebreos 10:25).

Enseñamos que la única autoridad suprema para la Iglesia es Cristo (1 Corintios 11:3; Efesios 1:22; Colosenses 1:18) y que el liderazgo de la Iglesia, los dones, el orden, la disciplina y la adoración son determinados por su soberanía según se han revelado en las Escrituras. Los responsables bíblicamente designados que sirven bajo Cristo y sobre la congregación son los ancianos (también llamados obispos y pastores, Hechos 20:28; Efesios 4:11) y los diáconos. Tanto ancianos como diáconos deben cumplir con los requisitos bíblicos (1 Timoteo 3:1–13; Tito 1:5–9; 1 Pedro 5:1–5).

Enseñamos que el liderazgo de una congregación local consiste en hombres espiritualmente calificados que lideran o gobiernan como siervos de Cristo (1 Timoteo 2:11–12; 5:17–22) y tienen la autoridad delegada de Cristo en la dirección de la iglesia. La congregación debe someterse a su liderazgo (Hebreos 13:7, 17).

Enseñamos la importancia del discipulado (Mateo 28:19–20; 2 Timoteo 2:2), la responsabilidad mutua de todos los creyentes (Mateo 18:5–14), así como la necesidad de la disciplina de los miembros de la congregación que están en pecado de acuerdo con las normas de las Escrituras (Mateo 18:15–22; Hechos 5:1–11; 1 Corintios 5:1–13; 2 Tesalonicenses 3:6–15; 1 Timoteo 1:19–20; Tito 1:10–16).

Enseñamos la autonomía de la iglesia local, libre de cualquier autoridad o control externo, con el derecho de autogobierno y libertad de la interferencia de cualquier jerarquía de individuos u organizaciones (Tito 1:5).

Enseñamos que es bíblico que las verdaderas iglesias cooperen entre sí para la presentación y propagación de la fe. Sin embargo, cada iglesia local, a través de sus ancianos y su interpretación y aplicación de las Escrituras, debe ser el único juez de la medida y el método de su cooperación. Los ancianos deben determinar todos los demás asuntos de membresía, política, disciplina, benevolencia y gobierno (Hechos 15:19–31; 20:28; 1 Corintios 5:4–7, 13; 1 Pedro 5:1–4).

Enseñamos que el propósito de la Iglesia es glorificar a Dios (Efesios 3:21) edificándose a sí misma en la fe (Efesios 4:13–16), mediante la instrucción de la Palabra (2 Timoteo 2:2, 15; 3:16–17), la comunión (Hechos 2:47; 1 Juan 1:3), la observancia de las ordenanzas (Lucas 22:19; Hechos 2:38–42) y al extender y comunicar el evangelio a todo el mundo (Mateo 28:19; Hechos 1:8; 2:42).

Enseñamos el llamado de todos los santos a la obra del ministerio (1 Corintios 15:58; Efesios 4:12; Apocalipsis 22:12).

Enseñamos la necesidad de la Iglesia de cumplir con su misión dada por Dios mientras Él cumple su propósito en el mundo. Para ese fin, Él da dones espirituales a la Iglesia. Él da hombres elegidos para el propósito de equipar a los santos para la obra del ministerio (Efesios 4:7–12), y también da habilidades espirituales únicas y especiales a cada miembro del cuerpo de Cristo (Romanos 12:5–8; 1 Corintios 12:4–31; 1 Pedro 4:10–11).

Enseñamos que había dos tipos de dones dados a la Iglesia primitiva: dones milagrosos de revelación divina y sanidad, dados temporalmente en la era apostólica con el propósito de confirmar la autenticidad del mensaje de los apóstoles (Hebreos 2:3–4; 2 Corintios 12:12); y dones de ministerio, dados para equipar a los creyentes para edificarse mutua- mente. Con la revelación del Nuevo Testamento ahora completa, la Escritura se convierte en la única prueba de la autenticidad del mensaje de un hombre. Por lo tanto, los dones de confirmación y de naturaleza milagrosa ya no son necesarios para validar a un hombre o su mensaje (1 Corintios 13:8–12). Los dones milagrosos incluso pueden ser falsificados por Satanás para engañar a los creyentes (1 Corintios 13:13–14:12; Apocalipsis 13:13–14). Los únicos dones que operan actualmente son aquellos de equipamiento (y que no acompañan nueva revelación) dados para la edificación (Romanos 12:6–8).

Enseñamos que nadie posee el don de sanidad hoy, pero que Dios escucha y responde la oración de fe y responderá de acuerdo con su propia perfecta voluntad para los enfermos, sufrientes y afligidos (Lucas 18:1–6; Juan 5:7–9; 2 Corintios 12:6–10; Santiago 5:13–16; 1 Juan 5:14–15).

Enseñamos que dos ordenanzas han sido encargadas a la iglesia local: el bautismo y la cena del Señor (Hechos 2:38–42). El bautismo cristiano por inmersión (Hechos 8:36–39) es el testimonio solemne y hermoso de un creyente mostrando su fe en el Salvador crucificado, sepultado y resucitado, y su unión con Él en la muerte al pecado y la resurrección a una nueva vida (Romanos 6:1–11). También es una señal de comunión e identificación con el cuerpo visible de Cristo (Hechos 2:41–42).

Enseñamos que la cena del Señor es la conmemoración y proclamación de su muerte hasta que Él venga, y siempre debe estar precedida por una solemne evaluación personal (1 Corintios 11:28–32). También enseñamos que, aunque los elementos de la comunión son solo representativos del cuerpo y la sangre de Cristo, la participación en la cena del Señor es, no obstante, una comunión real con el Cristo resucitado, que mora en cada creyente, y por lo tanto está presente, teniendo comunión con su pueblo (1 Corintios 10:16).

Ángeles

Ángeles santos

Enseñamos que los ángeles son seres creados y, por lo tanto, no deben ser adorados. Aunque son un orden de creación superior al hombre, fueron creados para servir a Dios y adorarlo (Lucas 2:9–14; Hebreos 1:6–7, 14; 2:6–7; Apocalipsis 5:11–14; 19:10; 22:9).

Ángeles caídos

Enseñamos que Satanás es un ángel creado que fue la causa eficiente del primer pecado. Incurrió en el juicio de Dios al rebelarse contra su Creador (Isaías 14:12–17; Ezequiel 28:11–19), llevándose consigo a numerosos ángeles en su caída (Mateo 25:41; Apocalipsis 12:1–14) e introduciendo el pecado en la raza humana mediante su tentación a Adán y Eva (Génesis 3:1–15).

Enseñamos que Satanás es el enemigo abierto y declarado de Dios y del hombre (Isaías 14:13–14; Mateo 4:1–11; Apocalipsis 12:9–10); que él es el príncipe de este mundo, quien ha sido derrotado por la muerte y resurrección de Jesucristo (Romanos 16:20); y que será castigado eternamente en el lago de fuego (Isaías 14:12–17; Ezequiel 28:11–19; Mateo 25:41; Apocalipsis 20:10).


Las últimas cosas (Escatología)
Muerte

Enseñamos que la muerte física no implica pérdida de nuestra conciencia inmaterial (Apocalipsis 6:9–11), que el alma del redimido pasa inmediatamente a la presencia de Cristo (Lucas 23:43; Filipenses 1:23; 2 Corintios 5:8), que hay una separación del alma y el cuerpo (Filipenses 1:21–24), y que, para los que están en Cristo, dicha separación continuará hasta el rapto (1 Tesalonicenses 4:13–17), el cual da inicio a la primera resurrección (Apocalipsis 20:4–6) cuando nuestra alma y cuerpo serán reunidos para ser glorificados para siempre con nuestro Señor (Filipenses 3:21; 1 Corintios 15:35–44, 50–54). Hasta ese momento, las almas de los redimidos en Cristo permanecen en comunión gozosa con Él en el cielo intermedio (2 Corintios 5:8).

Enseñamos la resurrección corporal de todos los hombres, los salvos para vida eterna (Juan 6:39; Romanos 8:10–11, 19–23; 2 Corintios 4:14) y los no salvos para juicio y castigo eterno (Daniel 12:2; Juan 5:29; Apocalipsis 20:13–15).

Enseñamos que las almas de los que no son salvos en la muerte son mantenidas bajo castigo en el infierno intermedio hasta la segunda resurrección (Lucas 16:19–26; Apocalipsis 20:13–15), cuando el alma y el cuerpo resucitado serán reunidos (Juan 5:28–29). Luego comparecerán ante el gran trono blanco para ser juzgados (Apocalipsis 20:11–15) y serán arrojados al infierno eterno, el lago de fuego (Mateo 25:41–46; Apocalipsis 20:15), separados de la vida de Dios y sufriendo su ira para siempre (Daniel 12:2; Mateo 25:41–46; 2 Tesalonicenses 1:7–9).

El rapto de la Iglesia

Enseñamos la aparición personal y corporal de nuestro Señor Jesucristo antes de la tribulación de siete años (1 Tesalonicenses 4:16; Tito 2:13) para sacar a su Iglesia de esta tierra (Juan 14:1–3; 1 Corintios 15:51–53; 1 Tesalonicenses 4:15–5:11). Enseñamos que, entre el rapto y su glorioso regreso a la tierra con sus santos, Él recompensará a los creyentes según sus obras (1 Corintios 3:11–15; 2 Corintios 5:10).

El periodo de tribulación

Enseñamos que inmediatamente después de la remoción de la Iglesia de la tierra (Juan 14:1–3; 1 Tesalonicenses 4:13–18), los juicios justos de Dios serán derramados sobre un mundo incrédulo (Jeremías 30:7; Daniel 9:27; 12:1; 2 Tesalonicenses 2:7–12; Apocalipsis 16), y que estos juicios culmi- narán con el regreso de Cristo en gloria a la tierra (Mateo 24:27–31; 25:31–46; 2 Tesalonicenses 2:7–12). En ese momento, los santos del Antiguo Testamento y los santos de la tribulación serán resucitados y los vivos serán juzgados (Daniel 12:2–3; Apocalipsis 20:4–6). Este período incluye la septuagésima semana de la profecía de Daniel (Daniel 9:24–27; Mateo 24:15–31; 25:31–46).

La segunda venida y el reino milenial

Enseñamos que, después del período de la tribulación, Cristo vendrá a la tierra para ocupar el trono de David (Mateo 25:31; Lucas 1:31–33; Hechos 1:10–11; 2:29–30; cf. Apocalipsis 3:21) y establecer su reino mesiánico por mil años en la tierra (Apocalipsis 20:1–7). Durante este tiempo, los santos resucitados reinarán con Él sobre Israel y todas las naciones de la tierra (Ezequiel 37:21–28; Daniel 7:17–22; Apocalipsis 19:11–16). Este reinado será precedido por la derrota del Anticristo y el Falso Profeta, y por la remoción de Satanás del mundo (Daniel 7:17–27; Apocalipsis 20:1–7).

Enseñamos que el reino mismo será el cumplimiento de la promesa de Dios a Israel (Isaías 65:17–25; Ezequiel 37:21–28; Zacarías 8:1–17) de restaurarlos a la tierra que perdieron por su desobediencia (Deuteronomio 28:15–68). El resultado de su desobediencia fue que Israel fue temporal- mente apartado (Mateo 21:43; Romanos 11:1–26) pero volverá a ser despertado a través del arrepentimiento para entrar en la tierra de bendición (Jeremías 31:31–34; Ezequiel 36:22–32; Romanos 11:25–29).

Enseñamos que el tiempo de reinado de nuestro Señor se caracteri- zará por armonía, justicia, paz, rectitud y larga vida (Isaías 11; 65:17–25; Ezequiel 36:33–38; Zacarías 8:4), y que terminará con la liberación de Satanás (Apocalipsis 20:7).


El juicio de los perdidos

Enseñamos que, después de la liberación de Satanás al final del reinado de mil años de Cristo (Apocalipsis 20:7), Satanás engañará a las naciones de la tierra y las reunirá para luchar contra los santos y la ciudad amada, momento en el cual Satanás y su ejército serán devorados por fuego del cielo (Apocalipsis 20:9). Después de esto, Satanás será arrojado al lago de fuego y azufre (Mateo 25:41; Apocalipsis 20:10), donde Cristo, quien es el juez de todos los hombres (Juan 5:22), resucitará y juzgará a todos los incrédulos en el juicio del gran trono blanco.

Enseñamos que esta resurrección para juicio, de los muertos que no son salvos, será una resurrección física y corporal (Juan 5:28–29) en la que serán condenados a un castigo consciente eterno en el lago de fuego (Mateo 25:41; Apocalipsis 20:11–15).

Eternidad

Enseñamos que, después de la conclusión del milenio, la liberación temporal de Satanás y el juicio de los incrédulos (2 Tesalonicenses 1:9; Apocalipsis 20:7–15), los salvos entrarán en el estado eterno de gloria con Dios, después de lo cual los elementos de esta tierra serán disueltos (2 Pedro 3:10) y reemplazados por una nueva tierra donde solo morará la justicia (Efesios 5:5; Apocalipsis 20:15; 21–22). Después de esto, la ciudad celestial descenderá del cielo (Apocalipsis 21:2) y será el lugar de morada de los santos, donde disfrutarán de la comunión con Dios y entre ellos para siempre (Juan 17:3; Apocalipsis 21–22). Nuestro Señor Jesucristo, habiendo cumplido su misión redentora, entregará el reino a Dios el Padre (1 Corintios 15:24–28) para que en todas las esferas el Dios Trino reine por los siglos de los siglos (1 Corintios 15:28).

Lo que quiere decir ser cristiano
Ser cristiano es más que identificarse con una religión en particular o afirmar cierto sistema de valores. Ser cristiano quiere decir que está comprometido con lo que la Biblia dice acerca de Dios, la humanidad, y la salvación. Considere las siguientes verdades halladas en la Escritura:

Dios es el creador soberano
El pensamiento contemporáneo dice que el hombre es el producto de la evolución. Pero la Biblia dice que fuimos creados por un Dios personal para amarlo, servirlo y disfrutar una comunión eterna con Él. El Nuevo Testamento revela que Jesús mismo fue quien creó todo (Juan 1:3; Colosenses 1:16). Por lo tanto, Él también es dueño y tiene autoridad sobre todo (Salmo 103:19). Eso quiere decir que tiene autoridad sobre nuestras vidas y le debemos devoción absoluta, obediencia, y adoración.

Dios es santo
Dios es absoluta y perfectamente santo (Isaías 6:3), por lo tanto, Él no puede cometer o aprobar el mal (Santiago 1:13). Dios también requiere santidad de nosotros. Primera de Pedro 1:16 dice, «Sed santos, porque yo soy santo.»

La humanidad es pecaminosa
De acuerdo a la Escritura, todo ser humano es culpable de pecado: “No hay hombre que no peque” (1 Reyes 8:46). Eso no quiere decir que somos incapaces de llevar a cabo actos de bondad humana. Pero somos absolutamente incapaces de entender, amar, o agradar a Dios por nosotros mismos (Romanos 3:10–12).

El pecado demanda un castigo
La santidad y justicia de Dios demandan que todo pecado se castigue con la muerte: “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4). Esa es la razón por la que cambiar únicamente nuestros patrones de conducta, no puede resolver nuestro problema de pecado ó eliminar sus consecuencias.

Jesús es Señor y Salvador
El Nuevo Testamento revela que Jesús mismo fue quien creó todo (Colosenses 1:16). Por lo tanto, Él también es dueño y tiene autoridad sobre todo (Salmo 103:19). Eso quiere decir que tiene autoridad sobre nuestras vidas y le debemos devoción absoluta, obediencia, y adoración. Romanos 10:9 dice, “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” Aunque la justicia de Dios demanda la muerte por el pecado, su amor ha provisto un Salvador, quien pagó el precio y murió por los pecadores: “…Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).

La muerte de Cristo cumplió el requisito que la justicia de Dios demanda y de esta manera, hizo posible que Dios perdonara y salvara a aquellos que creen en Él (Romanos 3:26).

La naturaleza de la fe salvadora
La verdadera fe siempre está acompañada de arrepentimiento del pecado. El arrepentimiento es más que simplemente sentirnos mal por el pecado. Es estar de acuerdo con Dios en que eres pecador, confesar tus pecados a Él, y tomar una decisión consciente de dejar el pecado (Lucas 13:3,5) y seguir a Cristo (Mateo 11:28–30; Juan 17:3) y la obediencia a Él (1 Juan 2:3). No es suficiente creer ciertos hechos de Cristo. Hasta Satanás y sus demonios creen en el Dios verdadero (Santiago 2:19), pero no lo aman ni lo obedecen. La verdadera fe salvadora siempre responde en obediencia (Efesios 2:10).